Finalmente, leemos que desde Jerusalén se envía a Antioquía la resolución del concilio firmada por
“los apóstoles, los ancianos y los hermanos” (vs. 23) tras
“llegar a un acuerdo” (vs. 25). En Hechos 6, 2-6 también se describe la elección de cargos –diáconos en este caso– para la iglesia local con el visto bueno vinculante de la congregación:
“Entonces los doce convocaron a la multitud de los discípulos, y dijeron: No es justo que nosotros dejemos la palabra de Dios, para servir a las mesas. Buscad, pues, hermanos, de entre vosotros a siete varones de buen testimonio, llenos del Espíritu Santo y de sabiduría, a quienes encarguemos de este trabajo. Y nosotros persistiremos en la oración y en el ministerio de la palabra. Agradó la propuesta a toda la multitud; y eligieron a Esteban, varón lleno de fe y del Espíritu Santo, a Felipe, a Prócoro, a Nicanor, a Timón, a Parmenas, y a Nicolás prosélito de Antioquía; a los cuales presentaron ante los apóstoles, quienes, orando, les impusieron las manos”. Aunque se trata de un asunto de Perogrullo, es obvio que además de encontrarnos ante una exhortación bíblica, este sistema de protección posee diferentes y sólidos argumentos funcionales de salvaguarda que no poseen los modelos dictatoriales.
La historia ha sido testigo de las consecuencias que se han derivado de la puesta en práctica o del menosprecio de estas advertencias bíblicas. En la época de los absolutismos europeos, la invención de la imprenta de tipos móviles por parte de Gutenberg supuso un punto de inflexión en el devenir de la humanidad. Gracias a que la Biblia comienza a editarse en lenguas vernáculas,
la Reforma Protestante comienza a proclamar el fundamento bíblico que establece que, “como está escrito: No hay justo, ni aun uno” (Romanos 3, 10). Del mismo modo, los nuevos lectores de la Biblia, a quienes hasta entonces se les había adiestrado para no cuestionar ninguna decisión proclamada por la jerarquía católica, descubrían que las Escrituras declaraban los principios de sometimiento mutuo que venimos viendo.
Aunque, por desgracia, la cuestión ha cambiado en algunos contextos evangélicos actuales, el protestantismo tiene unas características históricas que conviene recordar; como bien se recoge en la Enciclopedia Encarta, del término “
protestantismo” se debe afirmar que: “
Los líderes de la Reforma reaccionaron contra la institución católica del sacerdocio exaltando el 'sacerdocio de todos los creyentes' […]. Mientras que el sacerdote católico se considera un administrador de la gracia de Dios a través de los sacramentos, el ministro protestante se considera un laico que ha sido formado para realizar ciertas funciones dentro de la Iglesia. Como consecuencia de esta creencia en la igualdad esencial de todos los miembros de su comunidad o confesión, el gobierno de las Iglesias protestantes siempre ha tenido una tendencia democrática…”. Amén.
En el siglo XVI, algunas confesiones –como los puritanos– optaron por dividir los procedimientos del gobierno de la iglesia en diferentes estamentos a modo de control y contrapeso entre sí, como medida de protección ante las inevitables tentaciones de corrupción que acechan a cualquier tipo de poder, incluido el religioso. Es triste comprobar cómo algunos líderes eclesiásticos de hoy se han olvidado de que
“no hay justo, ni aun uno”, y que esto les atañe también a ellos, por muy santos y libres de tentación que se consideren.
Aunque el tema aquí abordado es principalmente la creciente tendencia dictatorial en algunos círculos evangélicos,
no se debería concluir esta serie sin un llamado colectivo a la integridad y a la enorme responsabilidad que supone para todos el ser parte de este espléndido principio de sometimiento mutuo. A nadie se le escapa que a una inmensidad de fieles puede resultarles más cómodo despojarse de este llamamiento bíblico y depositar todo el peso de la dirección de la iglesia en una o en pocas personas. Pero el escamoteo de la responsabilidad no puede apagar la fuerza del privilegio que supone que,
en un mundo en el que se cometen tantos abusos y manipulación, resulte tan hermoso y emocionante que cada uno de nosotros, seres imperfectos y soberbios, podamos ser parte del rumbo y la obra de la Iglesia fundada por Jesucristo.
Cuanto más conscientes somos los miembros del Cuerpo de Cristo de la gran responsabilidad que supone ser partícipes de las decisiones más importantes de la congregación, más cerca estaremos de comprender la necesidad de santidad individual. La participación comprometida de todos los creyentes hace que la comunión y el sometimiento mutuo de los que nos habla la Escritura sean así firmes y coherentes. Por tanto, resulta fundamental la asunción de un temor de Dios que nos lleve continuamente a la dependencia de Él, a velar para que todos vivamos en comunión madura con Dios y con los demás; fundados en una relación horizontal y vertical sin rendijas. Nada más hermoso que ser parte de la definitiva obra del Creador del universo en esta tierra. Aunque no lo merezcamos.
“Mas no ruego solamente por éstos, sino también por los que han de creer en mí por la palabra de ellos, para que todos sean uno; como tú, oh Padre, en mí, y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros; para que el mundo crea que tú me enviaste. La gloria que me diste, yo les he dado, para que sean uno, así como nosotros somos uno” (Juan 17, 20-22).
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