Los violentos… Adjetivación que, sin embargo, rezuma espiritualidad en algunas de sus acepciones más soslayadas. “Violento, ta: 1; Que está fuera de su natural estado, situación o modo. 2; Que obra con ímpetu y fuerza(1)”. La primera de estas definiciones es puramente evangélica, pues gracias a la revelación y la obra de Cristo es por lo que reconocemos que
“todos nosotros vivimos en otro tiempo en los deseos de nuestra carne […] y éramos por naturaleza hijos de ira, lo mismo que los demás” (Efesios 2,3). Sin embargo, la buena noticia es que la resurrección de Cristo nos saca definitivamente de este vergonzante estado natural. La segunda de estas acepciones es tan espiritual como la anterior, pues se define al violento como aquél
que obra con ímpetu y fuerza, cualidades de aquellos siervos de Dios que andan
“llenos del poder del Espíritu de Jehová, de juicio y de fuerza” (Miqueas 3, 8). A fin de cuentas, “el reino de los cielos sufre violencia, y los violentos son quienes lo arrebatan" (Mateo 11, 22).
La Escritura nos insta a ser violentos, pero sin equivocarnos de acepción semántica. Quien conoce personalmente a Cristo pasa, por medio del Espíritu Santo, a comprender realidades que antes desconocía. Sin embargo, este nuevo nacimiento no ofrece justificación alguna para imponer nada o castigar al adversario. Si Dios no lo hizo con Adán y Eva, ni con Satán, ni con nadie, ¿quiénes somos nosotros para obligar a nadie?
Mantener una postura de tolerancia hacia las creencias ajenas no da menos fuerza a la fe cristiana ni la hace menos radical, ni más tibia.
En este extravagante reino de Jesús no es la imposición, sino la actitud de mansa violencia, la que sacude para siempre a los demás reinos. En las esferas de este mundo, son muchos los que ponen bombas, amenazan, manipulan, ejercen la injusticia o simplemente desprecian al otro para imponer su criterio. Ya en una de las historias más antiguas del mundo, en aquella del sufrido Job, se observa en sus supuestos amigos una muestra de cómo el orgullo y el convencimiento de poseer la verdad y la razón pueden mutilar la misericordia y la comprensión hacia el otro.
En la película
Gandhi, dirigida por Richard Attenborough, se desarrolla una escena comprometida de persecución en la que un misionero presbiteriano discute con el líder indio sobre el sentido del texto evangélico que insta a los cristianos a poner la otra mejilla. El misionero hablaba de un significado simbólico respecto a dicho texto, a lo que Gandhi confiesa no estar seguro de tal interpretación y que más bien entendía que
Jesús quiso decir
“que debes mostrar valor, que debes estar dispuesto a recibir un golpe, varios golpes, para mostrar que no responderás y que no te quitarán del medio. Y que cuando uno obra de esta manera, algo se despierta en la naturaleza humana; algo hace que el odio del otro disminuya y que aumente su respeto”. Ghandi concluye su argumentación afirmando que
“Cristo lo sabía y yo he comprobado que da resultado”. Quizás Gandhi se acercaba más a la verdad. Posiblemente esto mismo es lo que quería decir el apóstol Pablo cuando decía que
“si tu enemigo tuviere hambre, dale de comer; si tuviere sed, dale de beber; pues haciendo esto, ascuas de fuego amontonarás sobre su cabeza” (Romanos 12, 20). Pura violencia.
La imagen bíblica de Cristo como Cordero magullado es desconcertante y enormemente brusca al ser atribuida al Dios Creador del universo. Pero el caso es que fue el propio Jesús quien optó por configurarse en ejemplo precursor cuando nos hace partícipes de esa extraña promesa que nos asegura que
“los mansos están de enhorabuena porque ellos recibirán la tierra por heredad” (Mateo 5, 5).
Es en este abrupto giro que sufre quien decide nacer de nuevo donde surge una batalla en la que las posiciones ya están decididas de antemano: los últimos serán los primeros (Lucas 13, 10) y el que sirve a los demás es el mayor (Lucas 22, 26) ¿Puede haber más violencia en estos planteamientos? Lo cierto es que, como Hijos de Dios, el Evangelio nos obliga a ser violentos protagonistas de nuestro tiempo y a demostrar al mundo con hechos y palabras que
“Dios no puede darnos la felicidad y la paz fuera de Él porque, sencillamente, fuera de Él no existe tal cosa” (C.S. Lewis).
(1) Fuente: RAE, Diccionario de la Lengua Española
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