La oración, aparte de todo el pragmatismo y el sentido que se recogen en los buenos estudios y enseñanzas bíblicas, a buen seguro que también contiene valores desconocidos para el ser humano. La comunicación con el Creador rompe cadenas en esferas que desconocemos y apela a la fe no sólo en el sentido de creer en que Dios nos escucha sino que también trata sobre la fe en el poder de la oración como fin y fruto en sí mismo.
Gran parte del cristianismo contemporáneo, como producto de su tiempo, lucha contra las corrientes mundanas en las que las acciones a menudos se contemplan como medios utilitaristas en cuanto al valor de dichas herramientas para colmar nuestras apetencias hedonistas o materialistas. Esas son las filosofías de este mundo que amenazan a al iglesia y que en ocasiones consiguen adentrarse como invisible gas tóxico. Y es que algunos creyentes han ido mundanizandose más de lo que su religiosidad les permite ver y han pervertido los frutos del Evangelio rebajándolos a la categoría de vulgares medios. Pongo como ejemplos el hecho de que hay quien ve el amor y la ayuda al prójimo, no como fin, sino como mera herramienta para que otros necesitados
se conviertan, hasta tal punto muchos se han creído esta perversión que llegado el caso, si el prójimo no se convierte a Cristo se plantean abandonar dicho ministerio y deciden seguir con otra cosa “más útil”. Ocurre igual con otros asuntos, y uno de ellos es la oración.
Algunos han degradado la intimidad con Dios y la han convertido en un medio, creando una teología en la que no se reconoce que la práctica de todo mandato divino es ya un fin en sí mismo. Por mucho que se empeñen algunos
teleevangelistas, la oración no es sólo un instrumento para conseguir resultados. La oración ya es todo lo que dice la Escritura acerca de ella y mucho más, poseedora de más trascendencia de la que podemos imaginar.
Me sobrecoge la imagen contemplada por el apóstol Juan en la isla de Patmos cuando ve que
“otro ángel vino entonces y se paró ante el altar, con un incensario de oro; y se le dio mucho incienso para añadirlo a las oraciones de todos los santos, sobre el altar de oro que estaba delante del trono. Y de la mano del ángel subió a la presencia de Dios el humo del incienso con las oraciones de los santos” (Apocalipsis 8, 3-4). La simbología de la visión de Juan vuelve a poner nuestras oraciones como algo excelsamente y misteriosamente sacro. El último libro de la Biblia, nos dice que la oración es más de lo que podemos razonar, algo que me anima a participar del fruto de la oración.
Orad sin cesar (1 Tesalonicenses 5, 17) es lo que Pablo asevera al definir la oración como la respiración del cristiano, un estado de intimidad con Dios que además de los tiempos de reposo a solas con el Padre se impregna también en cada hora de cada día. La oración entre Dios y los humanos no tiene nada que ver con la religión rutinaria sino con la dependencia total con el Creador. La oración que Pablo enseña a los creyentes de Tesalónica es la oración de respiración del delfín, pues para estos animales la respiración es un acto voluntario y no un acto reflejo y mecánico como nos ocurre a los humanos. En medio del océano, una pérdida de conciencia para los delfines –como sería nuestro dormir, por ejemplo- sería fatal para estos animales. Si no respiran, se mueren y por eso poseen un mecanismo de adaptación al medio oceánico que les permite
dormir sólo la mitad de su cerebro, para seguir viviendo y mientras reposan. Así se entiende la oración, no como un acto mecánico sino como una decisión vital al estilo delfín… como respiración del fin en sí mismo.
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