No sé si se trata de historias apócrifas, pero me han contado que esta estatua es objeto de
peregrinación para cristianos que se allegan a ella para orar y reprender toda influencia maligna que azota a los madrileños por causa de la escultura. Para muchos de estos creyentes, quizás sea esta fuente madrileña la que explique parte del hecho de que -en palabras del cardenal Rouco Valera- “
en Madrid se peca masivamente”.
He de decir que
me encanta que en mi ciudad exista una escultura de esta fama dedicada a una bíblica escena de la prehistoria y que resultó tan extraña como trascendente para el devenir del Universo. Creer en la expulsión de Lucifer de
Los Cielos nos coloca hoy día a los cristianos como seres un tanto locos, pero como diría el autor de Las crónicas de Narnia, C. S. Lewis:
“¿Qué tiene que ver la creencia en la existencia del diablo con los tiempos en que vivimos?” Pues eso.
Además,
la escena del Parque del Retiro no es la de un diablo triunfante y digno de alabanza, sino la agónica representación de un ser convulsionado y fracasado, esperpénticamente desterrado del Reino de Paz en el que vivía. La estatua del Ángel Caído son versículos de piedra y bronce que desde la capital de España nos recuerdan que convivimos con un problema antiguo y generalizado. Me gusta que esté allí, recordando a turistas y chulapos que la Biblia nos alerta de la existencia de un poder tan invisible y poderoso como el odio o el orgullo.
Si muchos creyentes se escandalizan con esta estatua es porque existe una tradición centenaria que -aunque revestida de cristiana- no ha profundizado en la personalidad del diablo bíblico. Algunos amigos me siguen recordando la mala impresión que mi actitud provocó en ciertas personas un día en el que GBU (Grupos Bíblicos Universitarios) organizaba una fiesta de disfraces en el local de una iglesia. Allí me presenté, disfrazado del clásico demonio rojo e incomodando a algunos hermanos presentes. Reconozco que eran otros tiempos y que hoy no lo repetiría por respeto a ellos, pero el mensaje que yo pretendía trasmitir tras los
avernales ropajes no era la burla hacia el mundo espiritual sino una crítica a la imagen pueril, antibíblica y absurda que la iconografía religiosa ha usado durante siglos para representar a Lucifer.
A pesar de mi
arrepentimiento disfracil, lo que aún mantengo como convicción es el hecho de que
algunos creyentes se equivocan al pensar que el adjetivo diabólico tiene una especie de monopolio respecto a su aplicación reservada para señalar actitudes relacionadas con la perversión sexual, la brujería, las sectas, los grupos de rock duro o para identificar asuntos que tienen más que ver con lo que la mayoría de la sociedad percibe como esperpéntico u oscuro que con lo que realmente es diabólico desde el prisma bíblico.
Quizás puede ocurrir que la estrategia del Ángel Caído consista precisamente en llamar mucho la atención desde los estridentes asuntos que acabamos de mencionar para conseguir así, por la retaguardia, ganar en sutilidad y efectividad en otros aspectos igual de malignos. Si cuando en las iglesias se pronuncia el calificativo de
satánico lo primero que nos viene a la cabeza son las sectas que sacrifican animales en Halloween tendremos muy claro que los cristianos en general estaremos bastante, bastante equivocados con >
Satanás. Y he ahí la treta, cuando puede empezar cierta relajación en la vigilancia. Sin embargo,
las Escritura nos dan una descripción menos burda y más profunda de las huestes de maldad de lo que puedan representar las camisetas calavéricas de los AC DC.
Lo diabólico en la Biblia es algo tan rotundo y extendido que hablar de ello provoca cierta incomodidad en estos tiempos de la mal llamada tolerancia. Es precisamente por lo pueril del concepto popular de lo satánico por lo que la enseñanza bíblica de que lo diabólico es todo aquello se opone a la Palabra de Dios queda hoy un tanto diluida y confusa. En Apocalipsis 12, 9 se nos dice que “
el gran dragón, la serpiente antigua, que se llama diablo y Satanás” es quien “
engaña al mundo entero”.
Lo más habitual en el día a día no es un Lucifer que interfiere en nuestra rutina a modo de espumarajos blancos o mediante serpientes que hablan mientras se cuelan por la ventana de la cocina.
Lo habitual es que el diablo del que habla la Biblia insista para contagiarnos características muy de su personalidad, tales como la pasividad, la autocompasión, la competencia insana o el orgullo. Las cartas del diablo a su sobrino de C. S. Lewis -probablemente el mejor tratado de demonología de todos los tiempos- describen con agudeza esta realidad.
El propio Pablo, al escribir a Timoteo, advierte dos veces seguidas sobre la acechanza del blasfemo beso entre lo cristiano y lo demoníaco hacia quienes deben pastorear la iglesia. El Apóstol avisa que tal beso mortal es evitable si quien se pone al frente de los santos “
no es un recién llegado, no sea que envaneciéndose caiga en la condenación del diablo” pues
“también es necesario que tenga buen testimonio de los de afuera, para que no caiga en descrédito y en lazo del diablo” (1ª Timoteo 3, 6-7). Vanidad e hipocresía… ¡Va de retro!
Me llama la atención que la única vez que Jesús llama Satanás a uno de sus discípulos (Mateo 16, 23) es cuando Pedro flirtea con la cobardía y la comodidad ¿Nos suena? ¡Va de retro! Sin embargo, a diferencia de ciertas reacciones de creyentes hacia los roqueros con chaquetas de cuero y maquillaje blanco
, pocos son quienes usan el adjetivo
satánico para describir la comodidad o cobardía que se ve entre los creyentes de muchas iglesias.
¿Se imaginan al predicador llamando satánicos a los creyentes de domingo? Sin embargo, Jesús conoce al diablo y sabe donde se ocultan sus mejores armas de destrucción masiva. De hecho, fue Cristo quien creó a Lucifer como un ser libre y sublime. Es por esta razón por lo que Jesús dijo lo que le dijo a Pedro y por lo que le ofrece una única e innegociable alternativa ante su
satániquísima actitud de aburguesamiento religioso: “
Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, y tome su cruz, y sígame” (vs 24).
En la primera carta de Juan se insiste en que “
el que practica el pecado es del diablo; porque el diablo peca desde el principio” y es por esto por lo que podemos aseverar que lo
diabólico se extiende por todo el vecindario, el trabajo, la frutería y el instituto. Lo maligno en la Biblia salta las burdas barreras de los demonios rojos y rabo que termina en punta. La Palabra de Dios revela una lamentable impregnación de lo satánico a nivel universal, una durísima realidad que además de escepticismos postmodernos debe levantar también un estado de guerra de obediencia en medio de la Iglesia.
La grandeza de la revelación no nos ofrece todas las respuestas que quisiéramos (especialmente en estos raros asuntos de angelología y demonología) pero sí que nos presenta soluciones contundentes, pues “
para esto apareció el Hijo de Dios, para deshacer las obras del diablo” (3, 8).
Dejar que el Cristo de los evangelios viva en nosotros y ser hacedores de su Palabra es lo que hace alejar de nosotros lo demoníaco. Es algo sobrenatural, pues Él es quien en la cruz del Calvario hizo que sean los demonios quienes comiencen su destierro. Nuestra lealtad a Cristo es la llave para que sean los ángeles caídos quienes estén de retiro fuera de nuestra cotidianidad; para que lo estén ellos, no nosotros.
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