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La cima del mundo

El testimonio escrito de las palabras pronunciadas por Jesucristo tiene algo de divino. No quiero decir que tengamos que custodiar en sagrarios los millones de ejemplares de la Biblia publicados en el mundo. Tampoco pretendo insinuar que los soportes en papel, CD-ROM o microchip que recogen las Buenas Noticias de Cristo tengan derramada alguna unción especial sobre los átomos de que están hechos. Venerar reliquias u objetos sagrados es una práctica sin cabida en el cristianismo bíblico. La devo
DLIRIOS AUTOR Luis Marián 10 DE NOVIEMBRE DE 2005 23:00 h

Pero sí es cierto que el mensaje escrito del Evangelio tiene en sí mismo un componente divino. La palabra forma parte de la persona, razón que provoca que aquellas sílabas pronunciadas por Cristo sean también divinas. Juan, hablando de Jesús como Expresión de Dios, nos revela un hecho único: “En el principio era la Palabra, y la Palabra era con Dios, y la Palabra era Dios. Esta era en el principio con Dios. Todas las cosas por la Palabra fueron hechas, y sin la Palabra, nada de lo que ha sido hecho fue hecho”. (Juan 1, 1).

Algunos de los elementos que resaltan la inspiración divina de la Biblia son la verdad y la poesía que se esconden tras aparentes contradicciones. La Escritura revela que “a Dios nadie le vio jamás” (Juan 1, 18), mientras que, por otro lado, y en el mismo libro, contemplamos a un Jesús sorprendido cuando se percata de que Felipe no le ve a él como Dios. “Quien me ha visto a mí ha visto al Padre” es la respuesta del Maestro a un Felipe que le pregunta por la imagen del Creador del mundo. Nadie ha visto a Dios en todo su ser, pero, sin embargo, Jesús es aquel en quien “habita corporalmente toda la plenitud de la Deidad” (Colosenses 2, 9). La Palabra era y es divinidad.

Es por esto por lo que me admiro al saber que el mensaje de Cristo es esencia de Dios mismo. A menudo, Dios unge lo tangible para contagiarnos con esencia divina. Un resultado de esto son las parábolas y alegorías de la Escritura que nos muestran un Dios que no se limita a moradas de paredes, como tampoco a un viento inescrutable.

El panteísmo es una deformación de la Verdad, de aquellos símbolos naturales que nos ayudan a descubrir el carácter de Dios. Por eso los antiguos adoraban a las montañas, pensando que, como tales, eran dioses. El libro del Génesis, quizás el primer texto del materialismo científico de la historia, afirma rotundamente que los soles, montes y árboles no son dioses, sino cosas, materia creada por un solo Dios. Cuando esto se ha entendido, se rompe el miedo a caer en el paganismo panteísta. Y es tras esa comprensión cuando se abre la libertad para amar aquellas parábolas que, como las que hablan de la vid o de los ríos, revelan lo divina bajo códigos de la creación.

Entre esos elementos naturales se hallan los montes, símbolos del carácter soberano del Dios que mora en las alturas. Para hablar a Moisés, Yavé escogió una montaña como escenario, y fue desde allí de donde salió una Ley escrita y firmada con huella dactilar de Elohim.

Cuando uno está en una gran cima sólo oye viento, y nos da la impresión de que el susurro del aire pretende revelarnos algún misterio importante. Para la mayor parte de las culturas, el simbolismo de la montaña es el de fortaleza, libertad, intimidad, identidad e inmutabilidad. Isaías lo ve de igual modo cuando profetiza que “llegará un día, que será confirmado el monte de la casa de Yavé como cabeza de los montes […]. Y vendrán muchos pueblos, y dirán: Venid, y subamos al monte de Jehová, a la casa del Dios de Jacob; y nos enseñará sus caminos, y caminaremos por sus sendas” (Isaías 2, 2-3).

Tras el sacrificio de Jesús en el Gólgota, se puede decir que aquella cima de los montes de la que nos habló Isaías no es otra cosa que el Evangelio de Cristo. Si los profetas bíblicos hubiesen sabido que el monte más alto del mundo es el Everest, quizás lo hubiesen nombrado como erguida metáfora de la Palabra de Dios, pues el Evangelio revelado contiene las cotas más altas con las que sueña cualquier ser humano. Y es que la viveza de su contenido da sentido pleno a nuestra existencia y establece los retos de escalada más sublimes del mundo.

El Everest y el Evangelio siguen representando los techos más altos con los que se puede topar un ser humano; techo físico y techo trascendente, se entiende. Como cómplices de lo más sublime, tanto la montaña como la Palabra de Dios viven hoy fenómenos parecidos: el periódico China Daily contaba recientemente que “unas 615 toneladas de desperdicios, incluidos más y más elementos venenosos, han sido esparcidos en el Everest desde 1921”. El ser humano se empecina en despreciar y arrojar basura sobre aquello que es vida, sobre lo más grande. El veneno que se arroja a ambos símbolos (Everest y Evangelio) denotan la prepotencia y el egoísmo de un ser humano que ha decidido afrontar su intrascendencia a base de golpes de arrogancia y de desprecio hacia lo que se reviste de Dios, hacia su mensaje e incluso hacia su creación, que es casa de ateos, indiferentes y creyentes.

Hoy más que nunca, lo más alto es otro objeto más del pasotismo del individuo moderno, de ese que nace sin saber para qué. Para este nuevo hombre sin Dios ya no hay respuestas de esperanza ante el dolor de la maldad humana y de la rebeldía de la propia naturaleza. Sin embargo, quien sube al monte de Dios sabe a dónde va. Quien a Dios ha entregado su vida, y aunque comparta tragedia con el rebelde, tiene dentro de sí la visión del Cielo, y no como un adormecimiento de tesis marxista, sino como perspectiva de la eternidad que ya ha nacido en su interior. No existe cumbre más alta. No hay más trascendencia que la Salvación de la Palabra de Dios, por lo que cuando Pablo Neruda se pregunta sobre si “sufre más aquel que espera siempre que aquel que nunca espera a nadie”, el Evangelio responde: “La palabra de Dios es limpia; escudo de quienes esperan en Él” (Proverbios 3, 15). Siempre al abrigo del altísimo.
 

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