Audelino nació el 20 de julio de 1901 en Villarente un pequeño pueblo de León. Ingresó en la Escuela de Veterinaria de León en 1921, época en la que se estableció en las Escuelas el curso preparatorio común a las Facultades de Medicina y Farmacia.
En junio de 1925 aprueba el examen de Reválida de Veterinario y abona cuatrocientas cinco pesetas en papel de pagos al Estado solicitando que se le expida el título. Las inquietudes profesionales de don Audelino se manifestaron no solo para mantener su familia, sino porque además amaba su profesión. Desde un primer momento se subscribe a la Semana Veterinaria, Boletín profesional de la “
Revista de Higiene y Sanidad Pecuarias” cuyo fundador era F. Gordón Ordás y que publicaba en la imprente “La Democracia”. La revista abarcaba casi todos los campos que preocupaban al mundo de la veterinaria y que necesitaban la defensa de intereses profesionales. En ella escribía don Audelino defendiendo intereses en la enseñanza de la ciencia veterinaria como de los servicios a prestar en municipios o el Estado.
Dice Cordero del Campillo: “En el último año de carrera (1924-1925) preside el Ateneo Escolar Veterinario, en el que pronuncia una conferencia sobre “La lectura y el libro”, ampliamente recogida y elogiada en la prensa local. El Ateneo organizaba ciclos de conferencias, entre las que destacan la dedicada a las vitaminas, principios que en aquellos días estaban en el centro de discusión de algunos médicos, veterinarios y naturalistas, entre los cuales había quienes ponían en tela de juicio su papel en los organismos. Como nota llamativa, recoge Audelino en sus notas, la proyección de un documental sobre el sensacional descubrimiento de la tumba del faraónTutankamon y las misteriosas muertes de varios de los arqueólogos que la habían hallado y profanado”.
Don Audelino comenzó a ejercer su carrera en Pola de Allende (Asturias), aunque al cabo de dos meses de su estancia fue nombrado inspector municipal veterinario en Quiroga (Lugo). Tomó posesión de su cargo el 25 de octubre de 1925 siendo el primer veterinario de aquella localidad.
Cordero del Campillo describe minuciosamente así el estado de la veterinaria en aquellos días: “Por entonces, Galicia era una región
con elevado censo ganadero, pero de poca calidad y con un estado sanitario deplorable, consecuencia, entre otros factores, de la falta de veterinarios (¡en la provincia de Lugo solo ejercían 11!), cuyas funciones clínicas desarrollaban aficionados, más o menos prácticos (los “menciñeiros” o “manciñeiros”, acompañados de castradores, herradores etc). El comercio pecuario tenía características medievales en manos de tratantes, y el abastecimiento de los productos alimenticios derivados de la ganadería lo desempeñaban los lecheros, que ordeñaban en condiciones deplorables, ylos carniceros que con frecuencia no disponían de mataderos municipales y, por tanto, sacrificaban los animales
en su domicilio, sin someter canales y despojos a la inspección veterinaria. La matanza domiciliaria de los cerdos, prescindía de la inspección veterinaria y, cuando alguno de sus productos de chacinería doméstica llegaban a los mercados, carecían de las mínimas garantías sanitarias. AQuiroga llegaba el pescado sobrante del mercado de Monforte. No existían programas de prevención,ni de lucha contra las principales epizootias y los cadáveres de los animales se tiraban, sin más, al campo o a los ríos. Pese a todo, de Lugo y de las demás provincias gallegas salían diariamente trenes llenos de reses vacunas, que pasaban por León durante la noche, con destino al matadero madrileño de Legazpi. Todavía recuerdo en el curso 1942-1943 una conferencia de don Juan Rof Codina, Jefe Provincial de Ganadería de Lugo, en la Escuela de Veterinaria, situada en el antiguo Convento de los Frailes Descalzos, en la que invitaba a los futuros veterinarios a acudir a Galicia, como tierra de promisión para ellos, porque todo estaba prácticamente sin hacer.
Dehecho, promociones enteras de veterinarios graduados en León hallaron ocupación y trabajaron con fruto en las tierras gallegas”.
En ese ambiente de poca prevención veterinaria y de ganaderos cultos que apreciaran los progresos de la ciencia, don Audelino tiene que hacer frente a aquella situación, aunque más bien fue la “Trichinella spiralis” la triquinelosis humana, la que puso las cosas en orden. Uno de los desastres de la sanidad y la ganadería fue esta enfermedad que obligó a campañas de inspección microscópica de los cerdos sacrificados en los domicilios, donde se hicieron imprescindibles los veterinarios. Más tarde serían las campañas sanitarias para prevenir o curar la tuberculosis, la brucelosis o el carbunco que abrirían el camino a las vacunaciones como también aquellos procesos de infecundidad o esterilidad.
Cuenta Audelino en sus notas autobiográficas, -dice Cordero-los disgustos y sinsabores sincuento que sufrió predicando la buena nueva de la triquineloscopia, que no solo tenía que vencer la desconfiada rutina de los ganaderos, sino que contaba entre sus adversarios a algunos pseudointelectuales que apoyaban a los caciques, tradicionalmente dominantes del campo gallego, que incumplían sistemáticamente cuantas normas legales perjudicaran a sus intereses, por muy razonables que fueran aquéllas, o simplemente inquietaran su miserable dominio. El veterinario era presentado como un
“demo abortado dos infernos, que viña a arrinar o país”, agitando la modorra tradicional y creando problemas a quienes siempre habían vivido así.
Audelinotuvo que luchar contra tal estado de cosas y vencerla desconfianza de los clientes demostrando la superioridad de la ciencia veterinaria sobre la superstición y la rutina. Ejerciendo enQuiroga tuvo la primera experiencia de tétanos en cerditos castrados por un práctico, que padecieron la enfermedad y murieron con la característica rigidez causada por la toxina tetánica. Nos cuenta que comentó con elsecretario del ayuntamiento, la causa de la enfermedad y cómo podía evitarse mediante la correcta práctica quirúrgica. El funcionario le dio que pensar, cuando le replicó: “La culpa la tienen los veterinarios, por dejar la castración en manos de aficionados”, lo que fue para él como un aldabonazo y un reto para iniciarse en el ejercicio de la cirugía.
De su período en Quiroga queda copia de la comunicación que dirigió a algunos de sus correligionarios evangélicos, en noviembre de 1926, cuando ya llevaba aproximadamente un año allí, dándoles cuenta de las dificultades derivadas de la novedad del ejercicio veterinario en tierra de misiones profesionalmente hablando, más las persecuciones que padeció a partir del momento que conocieron su condición de protestante, y del papel, ciertamente nada cristiano, de muchos católicos, a la cabeza de los cuales aparecen como denunciantes por escrito varios párrocos, a los que refiere como “la canalla clerical y sus acólitos”, entre los que se contaban inevitablemente damas de la “mejor” sociedad.
No olvida la conducta ejemplar del alcalde de la localidad, católico practicante y conservador, con capilla en su casa, donde los domingos y fiestas de guardar se celebraba misa, quien rechazó las denuncias con el decisivo argumento de que “no hay que asustarse porque sea protestante, pues tal creencia no es precisamente incompatible con la Veterinaria, que es lo que al municipio interesa”.
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