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El Lazarillo de Tormes y A. de Valdés (2)

Alfonso de Valdés (VIII)

Continuamos –y finalizamos- esta semana los argumentos a favor de atribuir la autoría de la conocida obra “El Lazarillo de Tormes” a Alfonso de Valdés. También acabamos hoy la serie a este apasionante personaje.
ORBAYU AUTOR Manuel de León 09 DE AGOSTO DE 2010 22:00 h

“Años antes, el propio embajador de Polonia cuenta cómo puso en conocimiento del Rey la conducta del de Osma por la denuncia que hizo de él ante la Inquisición. Escribe al rey Segismundo I de Polonia el 12 de octubre de 1526 en Granada y le da larga cuenta del caso para explicarle el porqué no le resulta seguro salir de la ciudad sin el salvoconducto del Emperador: Cuando hace dos años estaba en Madrid, junto con el doctor Borek, teníamos una residencia amplia, como él mismo personalmente le dirá. En ella el huésped era de raza judía o, como dicen, de los “marranos”. Se había reconciliado con los inquisidores, confesando su herejía, y fue absuelto con una multa. Tenía cuatro hijas solteras. El confesor del Emperador, obispo de Osma, de la orden de los Predicadores, tenía relaciones con una de ellas, hecho que durante algún tiempo fue desconocido; se hospedaba en casa de la quinta hermana, que estaba casada, donde solían reunirse las hermanas libremente. Después de la partida del doctor Borek, se me metió en casa otro predicador del Emperador, fray Miguel, de la misma orden, que es muy numerosa. [ ... ] Un criado mío, muy curioso por innata malicia, entró alguna vez de paso donde estaban las muchachas y se tropezó con otro tal fray Vicente, de la misma orden, que, con el hábito quitado, estaba jugueteando con la mayor de ellas. Así comenzó a tomar forma una opinión distinta y se vio que a menudo dos de aquellas muchachas frecuentaban la casa donde estaba el confesor del Emperador y que iban allí al caer la noche y volvían al amanecer; a veces se quedaban allí durante tres días y otras tantas noches y acudían continuamente a su casa los criados del propio confesor, unas veces llevando algo en unos platos, otras veces de vuelta con los platos”. (Navarro Duran, 2004, pag. 37)

Está claro, que la catadura del obispo de Osma y luego cardenal, tenía mucho peligro y cuenta Dantisco la historia de los “frailecillos, que con la extremada hipocresía con que aquí se vive, quieren ser reputados como muy santos y empezaron a tramar como vengarse y no encontraron otros modos que llevarme a mi junto con los míos ante los inquisidores acusados de luteranos”. De estos datos que le da Dantisco, nace la materia para construir el Lazarillo donde el arcipreste del San Salvador no sería otro que el amancebado y maldiciente obispo de Osma y confesor del Emperador, Loaysa. Como dice acertadamente Rosa Navarro, Valdés dispara sus dardos por donde no pasa nadie, pero siempre da en el blanco. Solo nombra sus oficios, el ciego, el clérigo, el escudero, el fraile de la Merced, el buldero,(1) al alguacil, un maestro de pintar panderos, el capellán y el arcipreste de San Salvador. De cada uno saca una lección y la gran especialista Rosa Navarro nos los describe así: “El ciego vive de las oraciones y no cree en ellas; le dice a Lázaro que, cuando se marche el que le ha pagado, le tire de la capa, y él corta la oración encomendada. Sobrevive gracias a la caridad y no la práctica: mata de hambre a Lázaro y le da continuos golpes. El primero en la cabeza del toro se lo da por simple, para reírse de la ingenuidad del niño; pero Lázaro va a ser mucho menos bobo de lo que todos van a creer; el golpazo final del ciego con el poste es un aviso para navegantes, de la vida y de la obra. Su declaración culmina con la puñalada de las palabras: se clava en el amancebado arcipreste; Nuestra Merced” no puede tener duda alguna, como no la tiene el lector, de que los rumores son ciertos.

El clérigo es la misma avaricia: “toda la laceria del mundo estaba encerrada en éste»; el comentario que Lázaro añade a esta afirmación, “no sé si de su cosecha era o lo había anexado con el hábito de clerecía», desvela de nuevo el pensamiento erasmista. No hay más que ver cómo dice la misa sin quitar ojo del cestito de las limosnas o cómo come y bebe en los mortuorios; el arcaz con el “paraíso panal” se convierte en el centro del relato. Los bodigos, los panes que le ofrecen como ofrenda los fieles, son manjar vedado para el pobre; y no olvidemos que el pobre es figura de Cristo.

Mejor es rodear de silencio el «trote» del fraile de la Merced que Lázaro no soporta -también Alfonso de Valdés apunta en su Lactancio las relaciones homosexuales de los clérigos. No hace falta tampoco comentar el trato de esclavo que le da el capellán haciéndole trabajar como aguador; como Judas, vende al pobre por treinta maravedís diarios; esa es la cantidad que redime a Lázaro. Y el capellán descansa, como judío relapso, el sábado.

El buldero nada hace a Lázaro; ni lo explota, ni abusa de él, ni lo golpea ni lo mata de hambre porque el centro del relato es la estafa de las bulas, el falso milagro que inventa, a lo fray Cebolla del relato de Boccaccio, y, sobre todo, a lo fray Jerónimo de Spoleto con su cómplice fray Mariano de Saona del de Másuccio. Lázaro es testigo inocente, es como las buenas gentes que creen lo que ven, que no pueden suponer la farsa de los burladores. Sólo que luego ve «la risa y burla que mi amo y el alguacil llevaban y hacían del negocio”, y lo cuenta. El buldero es uno de los echacuervos definidos en las Quincuagenas después de identificar al demonio con un cuervo: aquel que las bulas santas predica / echa los cuervos del anima ajena, / y la suya misma esta dellos llena; / que de otros los echa y a sí los aplica, / que con los sermones que hace y replica, / con tantas mentirás y fraudes y engaños / excusa a los otros las penas y daños, / y así se condena con lo que predica», [Escobar, 1526: xv v.-XVI r].

El único amo que despierta la piedad de Lázaro, la de la mirada del escritor, es el escudero, que podría compartir oficio con él si fuera un cortesano; sólo que nada hace, nada tiene, nada come. Es pura apariencia: es el último en salir de la iglesia, lleva unas cuentas de rosario muy visibles, se escarba los dientes que nada han comido, va bien vestido, tanto que también engaña al inocente Lázaro, que va descubriendo lentamente su miseria. Su casa vacía se convierte esta vez en el escenario de esa pobreza oculta, es el lugar donde el vanidoso escudero come las humildes tripas y uña de vaca que su mozo ha conseguido mendigando.” (Navarro Duran, 2004, pag. 51)

Pero las palabras que dibujan el ejercicio del oficio del escudero son las de los personajes de Alfonso de Valdés; el ánima de uno de los principales del Consejo de un rey dice: “Procuraba de andar siempre a su voluntad y nunca decirle cosa que le pesase. Si él decía algo en Consejo, aunque fuese muy malo, decía yo que era lo mejor del mundo” [Valdés, 1999: 107]; y sanciona ese comportamiento el mal rey de los galatos: “ ...los otros nunca me decían cosa que me pesase, más todo lo que hacía, aunque fuese lo peor del mundo, lo aprobaban ellos por muy bueno» [Valdés, 1999: 153]. Con palabras semejantes, el escudero indica a Lázaro cómo serviría él a un señor: ... yo sabría mentirle tan bien como otro y agradarle a las mil maravillas. Reírle hía mucho sus donaires y costumbres aunque no fuesen las mejores del mundo; nunca decirle cosa con que le pesase, aunque mucho le cumpliese”

Por los datos que nos ha aportado Rosa Navarro la figura del Lazarillo llegó falta de argumento, sin la clave de lectura y el “caso” que nos cuenta y los personajes que describe, no importan tanto como su personaje, cuando el autor pretendía lo contrario. A pesar de todo la sátira religiosa, la reforma de la piedad y de la moral, están por encima de los motivos literarios que después aprovecharía Mateo Alemán en su Guzmán de Alfarache.


1) El buldero (o bulero) vendía bulas solamente para obtener ganancias, convenciendo a la gente para que las comprara. El fue el amo de más doblez e inescrupuloso de toda la novela. Este representa la falsa piedad. Era tan falso que llegó al punto de hacer un pacto con un alguacil para hacer un "drama" dónde el alguacil iba a fingir hacerse el muerto, y luego haber sido revivido milagrosamente por las bulas, y esto lo hacía el buldero para hacer creer la gente que las bulas hacían milagros.
 

 


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