Para Menéndez y Pelayo este Diálogo de Mercurio y Carón es de Juan de Valdés porque dice que este Diálogo, casi siempre se edita junto al de Lactancio, y por tanto este debe ser de Juan. Bataillon tiene claro ser de Alfonso la autoría, como para la observación de José F. Montesinos en el contenido y por las indicaciones de su génesis. Usoz y muchos otros, han creído que el
Diálogo de las cosas acaecidas en Roma era de Juan en vista de que algunos de los consejos pertenecen a las consideraciones, 57, 58, 60, etc. Ángel Alcalá es quien mejor ha asentado la biografía de los Valdés y también la de Servet, por lo que
podemos estar seguros de la autoría de Alfonso de Valdés sobre estos dos Diálogos. Bataillon, en 1925, en una censura inquisitorial del Mercurio y Carón de 1531, rescató la autoría de Alfonso de Valdés.
El Dr. Vélez le quitó a su hermano, el canónigo Diego de Valdés, este texto manuscrito y dice claramente en su censura: “compuso este libro su hermano Alonso de Valdés, secretario de su Majestad para las cosas de latín”. Hasta el comienzo del siglo XXI no se le ha devuelto su tercera obra:
La vida de Lazarillo de Tormes.” (Navarro Duran, Alfonso de Valdés.Diálogo de Mercurio y Carón. Edición de Rosa Navarro, 1999)
El tema se ambienta junto a un rio, el rio de los muertos, donde Caronte, que ha comprado una nueva galera, dialoga con el mensajero de los dioses y dios del comercio, Mercurio. El tema general es la paz que ha firmado España y la autorización que le da Mercurio a Carón para que interrogue a las almas que van en la galera infernal o en la que sube a la montaña de los bienaventurados.
Por tanto, extraña que muchos hayan considerado la obra repetición del Saco de Roma, cuando realmente su insistencia es en aquellas ideas religiosas que le resultan más queridas, aunque use el velo de la mitología como artificio. “Alfonso de Valdés, está por tanto, con el
Diálogo de Mercurio y Carón, en la línea de aquellos humanistas que como Castiglione en el
Cortesano, proponen un ideario de vida y de gobierno” (González L., 1989, pag. 433) El texto, cargado de mensaje, debía ser reflejo de la personalidad e ideología de su autor y por tanto, el destinatario debía saber las intenciones del escritor, ya que eran estos los principios de todo
ars bene dicendi. A nosotros nos interesaran no tanto las cuestiones del emperador Carlos V con los reyes de Francia, como el estado en que se hallaba postrada y dividida la cristiandad, en las conversaciones de Carón con las almas.
A través de doce almas (la de un predicador, una monja, un obispo, un cardenal, un sacerdote, un teólogo, etc.) Alfonso de Valdés enseña la fatuidad, la exterioridad y las supersticiones de los hombres.
A una de ellas le decía Carón:
- Pues si esas buenas obras hacías por el mundo, ya tienes el galardón del mundo ¿No fuera mejor hacerlas por Dios?
- Mejor, más no pensé yo haberlas menester, teniendo yo por cierto que no se me había de escapar el cielo, pues tenía mis bulas y decía mi oración cada día.
- Pues ¿cómo se te escapó?
- Estando para morir, aunque me había confesado y comulgado y me parecía tener algún arrepentimiento de mis pecados, nunca acabé de dejar del todo la voluntad de tomar de ellos.
“Con humor e ironía refleja los hábitos, las costumbres, el carácter, los sentimientos y pensamientos de las ánimas tendiendo de este modo un puente efectivo entre él y la obra, y entre estos y el lector” (González L., 1989, pag. 439)
“La primera de las ánimas condenadas es un predicador famoso, que “fingía en público santidad por ganar crédito con el pueblo... y procuraba de enderezar sus reprehensiones, de manera que no tocasen a los que estaban presentes”, y no quiere pagar el pasaje porque “los frailes son exentos. Viene en pos de él cierto consejero de un rey muy poderoso, el cual, en vez de oír a los negociantes, “rezaba las horas canónicas, iba en romería a casas de gran devoción y traía siempre un hábito de la Merced”, al mismo tiempo que por malas artes y granjerías aumentaba su hacienda, no osando contradecir al príncipe en ninguna de sus voluntades. Por igual estilo había vivido un duque, ocupado en sacar dineros de sus vasallos y acrecentar su señoría, aunque con la supersticiosa esperanza de que
rezando la oración del conde y fundando muchos conventos no moriría en pecado mortal. Y cuando llegó la hora de la muerte, “había allí tanta gente llorando, que me tuvieron muy ocupado en hacer mi testamento y en ordenar la pompa con que mi cuerpo se había de enterrar... y nunca me pude acordar de Dios ni demandarle perdón de mis pecados”. ¿Y tú sabes qué cosa es ser obispo?», pregunta Carón a uno que llega en seguida. «Obispo es traer vestido un roquete blanco, decir misa con una mitra en la cabeza y guantes y anillos en las manos, mandar a los clérigos del obispado, defender las rentas d´él y gastarlas a su voluntad, tener muchos criados, servirse con salva, dar beneficios y andar a caza con buenos perros, azores y halcones.» Este edificante prelado «se había ahogado en la mar yendo a Roma sobre sus pleitos. Igual malicia hay en el retrato de un cardenal, que «buscaba nuevas imposiciones, haciendo y vendiendo rentas de iglesias y monasterios y aun de hospitales». –“¿Y cómo gobernaste la Iglesia?”, pregunta Mercurio. –“¡Como si yo no tuviera que hacer sino gobernar la Iglesia!”. (Menéndez y Pelayo, 2007, pag. 581)
Siempre el análisis de Bataillon es más sutil que el de don Marcelino. Se fija que el Diálogo de Mercurio quiere examinar de cerca la vida religiosa. Se fija en la descripción de los hábitos monásticos que cubren tan poca santidad, que parecen una mascarada religiosa. Las iglesias llenas de banderas y escudos, lanzas y yelmos, que parecen un templo pagano. Los sepulcros que se levantan en las capillas son tan suntuosos que avergüenzan a los pobres que tienen que enterrarse fuera del cementerio. Las imágenes milagrosas esta rodeadas de multitud de exvotos pero nunca se habla de la liberación de los vicios. Se paga por entrar en ciertas iglesias y hasta por recibir la comunión.
En este interrogatorio de Mercurio que conoce la doctrina evangélica, las almas que vienen de ese mundo, cristiano solo de nombre, son preguntadas si han cedido a la superstición y han abandonado el vivir en espíritu y en verdad. Lo que asombra de estas confesiones es el cinismo con que se pretenden tapar las conductas más inmorales a fuerza de prácticas devotas. El “consejero” por ejemplo no puede entender porqué está condenado, cuando él cumplía con todas las obligaciones religiosas: “Cata que yo era cristiano y recibí siendo niño el baptismo y después la confirmación: confesábame y comulgábame tres o cuatro veces en el año, guardaba todas las fiestas, ayunaba todos los días que manda la iglesia, y aun otros muchos por mi devoción, y las vigilias de Nuestra Señora a pan y agua; oía cada día misa y hacía decir muchas a mi costa, rezaba ordinariamente las horas canónicas y otras muchas devociones, fui muchas veces en romería y tuve muchas novenas en casas de gran devoción, rezaba en las cuentas que bendijo el Papa Adriano, daba limosnas a los pobres, casé muchas huérfanas, edifiqué tres monasterios y hice infinitas otras buenas obras. Allende desto tome una bula del Papa en que me absolvía
a culpa y
a pena,
in articulo mortis. Traía siempre el hábito de la Merced, al tiempo de mi muerte tomé una candela en la mano del Papa Adriano, enterré en hábito de San Francisco, allende de infinitas mandas pías que en mi testamento dejé. ¿Y con todo esto haya yo agora de venir al infierno? Aína que harías perder la paciencia.” (Bataillon, 1995, pag. 393)
1) En la obra de Manuel Carrasco, protestante español del XIX, en su obra Alfonso et Juan de Valdés, no comprende cómo el “mismo autor haya compuesto una segunda obra sobre las mismas cuestiones (se refiere al Diálogo de Lanctancio y un arcediano) que él tiene tratadas en el primero. (Bataillon, 1995, pág. 389 Nota 8)
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