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Flamencos de fe protestante en España

Espiritualidades no protestantes del siglo XVI (III)

“Durante más de dos siglos, de 1504 a 1714, los Países Bajos meridionales formaron parte del Imperio español, el primero en el que nunca se ponía el sol, según se decía. Este período no está grabado en la memoria colectiva del pueblo belga como el mejor período de su pasado. A la época española se la suele identificar con el intolerante y riguroso rey Felipe II, con el cruel duque de Alba, con la F
ORBAYU AUTOR Manuel de León 20 DE OCTUBRE DE 2008 22:00 h

Los flamencos no suponen un grupo de la categoría de los judíos y moros, pero si sería una minoría importante, que junto a franceses, alemanes e ingleses, desempeñaron un importante papel en la introducción y divulgación del protestantismo en España. No solo Sháffer y Longhurst son los que nos dan noticias del protestantismo flamenco en España, sino también otros como Van Durme “Neerlandeses ante la Inquisición en España” que aunque solo están enumerados sin un verdadero estudio, son otra aportación a la historia del protestantismo español.

La mayor parte de los flamencos se situó en Sevilla, en el final de la ruta comercial que vinculaba Flandes con Inglaterra, Bretaña, la costa Cantábrica y Andalucía donde estaba el eje del tráfico marítimo con ultramar. Para Werner (Werner, 1990, pág. 167) la persecución de los Inquisidores contra los flamencos estaba relacionada con la situación económica y social de estos y la posible integración en la sociedad con los problemas religiosos que ello comportaría. Los artesanos eran casi siempre descendientes de familias flamencas y brabanzonas estando entre su seno impresores, cajistas y pintores de Amberes, tejedores y sastres de Mons, Tournai y Bruselas, vidrieros, destiladores de agua y aguardiente, toneleros y zapateros de Brujas, Gante y Utrech.

En los autos de fe de las últimas persecuciones intensas en los años 1583-1586 salieron sobre todo marineros holandeses, aunque aún en 1617 el pintor de Amberes, Juan Garet, fue condenado en Sevilla. Sería la inquisición de Toledo sin embargo la que más flamencos condenó, pues en Alcalá de Henares, donde estaba la Universidad, esta ejercía una intensa fascinación sobre impresores y cajistas de Amberes, el Alcázar de Toledo albergaba en sus alrededores una extensa colonia de zapateros neerlandeses y sería el tribunal toledano el que penitenció al último flamenco en 1724, aunque otros oriundos de Flandes como Johannes Bartholomeus Avontroot (Juan de Aventrot) condenado en 1632 y Juan de la Barre en 1656 levantarían mucho inquietud. La vida de Juan Aventrot la consideremos entre los protestantes canarios por considerarlo casi español. Este comerciante flamenco, afincado durante muchos años en Canarias, desde donde se preocupaba y colaboraba con la Corona para negociar con Perú y Cuba, escribió a los reyes Felipe III y Felipe IV defendiendo la libertad religiosa en los Países Bajos y en América. Añadiendo que las colonias en América deberían leer la Biblia en su propia lengua y separarse de la Iglesia Romana. Ni los servicios prestados, ni el dinero que se le debía, impidieron que Felipe IV les entregara a los inquisidores, quienes le quemaron vivo en Toledo el año 1632.

En Madrid también los flamencos tuvieron un status particular, porque era una categoría de militares, criados y cantores de la capilla de Felipe II, que junto a los arqueros, guardias de corps de la caso de Borgoña, compondrían estos una especie de mosqueteros españoles al servicio del monarca y de varios prominentes castellanos. Madrid en el siglo XVI también contó entre sus habitantes, con población flamenca entre sus barberos y cirujanos, sastres, destiladores de agua, ensambladores, entalladores y todos los artistas de la Corte según exagera Bennassar. Se establecerían también en diferentes lugares de España: Santiago de Compostela, Logroño, Zaragoza, Barcelona, además de Sevilla y Toledo; Llerena, Valladolid, Córdoba, etc. Dice (Werner, 1990, pág. 170) que “no es posible que una ciudad como la de Valladolid, que conoció ya a mediados del siglo XVI una divulgación importante del luteranismo dentro de sus muros y que contó además con no pocos flamencos entre la población urbana, penitenció en toda su historia solamente a “once”. Es probable que muchos de los emigrantes flamencos no viniesen por motivos religiosos o de seguridad, sino por estar acuciados por motivos económicos y España estaba en disposición de absorber mano de obra, ambos en combinación con los disturbios religiosos en los Países Bajos ya incipientes con Carlos V. Pero además se han perdido los procesos en los que podíamos conocer las motivaciones de la emigración, aunque todo apunta a que muchos de ellos buscaban una paz religiosa en sus corazones que no encontraban en su tierra ya que muchos padres eran el uno católico y el otro luterano, los unos papistas y los otros reformados, unos con Lutero y otros con Felipe II y la religión católica.

Habían vivido en un mundo de verdades divididas por la mitad, generación errante en busca de pruebas, en busca de sentimientos nuevos que les alejasen de la indiferencia. Una historia, en la que el final es lo de menos, es esta que se refiere a este desarraigo religioso en el XVI: “Antonio Vacmacras nació en 1566 —año de los estallidos de iconoclastia—en Breda, como hijo de padre católico y madre luterana. Su padre le enseñó la religión católica y le envió a una escuela católica, donde Antonio aprendió a leer y escribir y un poco de latín. Sin embargo, su padre murió cuando él tenía diez años. De repente cambió toda su educación. En lo sucesivo, su madre le instruyó en la fe luterana, le envió a un maestro luterano y le hizo leer biblias y evangelios luteranos. Entretanto, Antonio trabajó como aprendiz de orífice (joyero), aunque su madre le prohibió forjar imágenes de santos y otros objetos de carácter religioso. Pero el chico siguió con el deseo de vivir como católico. No entendía la rivalidad y la discordia entre las diferentes tendencias protestantes. Algunos parientes lo advirtieron y empezaron a llamarle desdeñosamente idólatra. Desde entonces asistió de nuevo a las ceremonias católicas, aunque sus parientes, bajo cuya tutela estaba al morir su madre, trataron de impedírselo. Antonio decidió huir. A inicios de 1584 se embarcó en un puerto zelandés rumbo a Sevilla. Buscando trabajo, llegó por fin a casa de unos herreros flamencos en Cuenca, donde se definió en la tarde del 17 de abril de 1586 ante el inquisidor Alonso Jiménez de Reinoso.

Cabalmente, un año después, el 17 de abril de 1587, el consejero Juan de Zúñiga recibió en Madrid una carta de un destilador de agua, veinteañero, Johannes de Xanten de Delft, en que éste se acusó de calvinismo. El mismo día Zúñiga le hizo comparecer ante sí en la sala de audiencias. De la declaración de Xanten resultó que había nacido católico romano como su padre, quien le envió a Cleves para aprender el latín. Luego, su padre se enteró de que el maestro era calvinista y para impedir que su hijo saliese de la religión católica le hizo volver para que trabajase consigo en la casa paterna. Al cabo de dos años le colocó de aprendiz con otro maestro, pero no para mucho tiempo, pues el mozo descubrió muy pronto que su nuevo maestro también era aficionado a la Reforma. Entró entonces al servicio de un mercader de Colonia, que lo llevó a Hamburgo, donde sirvió a varios negociantes más. En 1580 volvió a Delf en búsqueda de sus padres, que, desafortunadamente, habían abandonado la ciudad por razones de fe. Xanten se alistó en el ejército de Guillermo de Orange hasta que en 1581 halló a sus padres en las cercanías de Amberes. Ya que él mismo, pocos años antes, se había convertido al protestantismo bajo la influencia de sus dos maestros y del ambiente calvinista reinante en Hamburgo y en el ejército rebelde, la confrontación con su padre fue muy dura. Pasaron noches y noches hablando de cosas de la religión y, aunque en primer término se emperró en el calvinismo, en 1585 —después de la caída de Amberes, que experimentó él mismo— concibió la idea de abrazar de nuevo la antigua fe”. Aunque el final sea sospechoso de no ser así por muchas razones, no merece mejor explicación, sabiendo que los inquisidores se sentían triunfadores con esta forma de “salvación” de las almas. (Werner, 1990, pág. 173)


Artículos anteriores de esta serie:
 1Ignacio de Loyola 
 2La Contrareforma de Loyola 
 

 


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