Terminábamos diciendo que
si el misticismo del siglo XIV de Eckhart y sus discípulos Taulero, Suso, etc., llegó a la Reforma a través de Lutero y la Teología alemana. Aunque ya hicimos un pequeño apunte en un artículo anterior manteniendo nuestra tesis sobre la inexistencia de la mística en la Reforma protestante de España y en todos los movimientos evangélicos anteriores, debemos ajustar un poco el tema, al que también Alfonso Ropero mantiene una posición más matizada. Cree Ropero, como también algunas veces Menéndez y Pelayo, que la Reforma rechazó a la filosofía porque la opción protestante fue el apego a la vía mística, aunque –dice Ropero- la mayoría de los escritores protestantes la nieguen o no hayan reparado casi nunca en este punto.
Dice Ropero: “La Reforma está en continuidad directa con las aspiraciones místicas. Es puro misticismo en su concepto del cristianismo y en el procedimiento de la justificación por la fe. La fe como fiducia o confianza, el acceso directo a Dios, sin mediación humana, el rechazo de las obras externas, por la vivencia interna de Dios, el “Cristo para mí”, el acento puesto en lo individual, la sospecha ceremonial, la potenciación de la palabra recibida, meditada; la oración interior, la comunicación espontanea del alma con Dios, todos estos y muchos más son los elementos típicamente reivindicados por el misticismo de todos los tiempos y refleja esa corriente dentro del cristianismo que hace abstracción de la realidad mundana –cultura, política, ciencia, economía –para volcarse ligero de preocupaciones mundanas en las cosas de Dios, cosas espirituales y místicas por excelencia. La Reforma fue un arrebato místico, al cual no se ha prestado la suficiente atención” (Ropero Berzosa, 1999, pág. 283)
Esta acepción de la mística está amparada bíblicamente en bastantes pasajes del Nuevo Testamento, especialmente en las cartas de Pablo. Nadie puede discutir este sentido de la mística que defiende Ropero, porque el concepto de “unión con Cristo” “ser uno en Cristo” “incorporación en Cristo” indica que Cristo está presente en el ser humano. Sin embargo lo que no nos dice el Nuevo Testamento ni se observa en toda la Biblia, es el
método para alcanzar dicho estado y desde luego no se concibe esa “unión” como una fusión del alma con la naturaleza divina, ni por las tres vías, ni por la “divinización” y “transformación del alma”. Dirá Nieto: “El misticismo posee una especificidad propia que es a la vez común y exclusiva, sean cual fueren las circunstancias o variedad de las formas en que pueda presentarse. Posee una propia visión del universo, una psicología y una teología esenciales a todas sus formas.
El misticismo parte de la idea de que es posible lograr una unión sustancial entre el alma y Dios y que para alcanzar esa meta, la vía
purgativa, ulluminativa y unitiva constituyen necesariamente la senda que debe recorrer el místico: debe usar el método adecuado, que puede requerir mucha o poca práctica ascética y en algunos raros casos, ninguna, dado que el ascetismo pudo haber sido internalizado”. Creemos que este sentido en que Nieto describe al misticismo no está en la Reforma. Aunque la Reforma sea eminentemente religiosa, nunca se descuidaron los aspectos prácticos de la vida como el trabajo y la vocación, que fueron elevados a categorías de piedad. Orar y trabajar tenían el mismo sentido de estar cumpliendo con la vocación y obediencia a Dios. La experiencia del sudor para ganar el pan, la entrega diaria a los demás, extensión de las Escrituras a toda criatura, era la mística de los hechos y no de las realidades metafísicas.
Un autor que suele tropezar y siempre anda a vueltas con la teología luterana y reformada es Menéndez y Pelayo, que no entiende algunas paradojas como la ambivalencia de la razón en Lutero o el problema de la subjetividad y la verdad. Es conocida la repulsa de Lutero hacia toda pretensión de razonar a Dios, en el sentido de que el hombre pueda, por la sola razón, adquirir conocimiento alguno de Dios para saber quién y qué es Dios (quid sit Deus). Nos dice Ropero: “Aborrecía -Lutero- a todos los escolásticos, teniéndolos por “asnos y bestias” y a los centros universitarios, como París, Lovaina y Colonia, los denominaba “burdeles de Satanás” porque violaban y corrompían la Palabra de Dios, a la que se consideraba estrechamente ligado”.
Pero no solo Lutero masacraba dialécticamente a los escolásticos sino los humanistas vapuleaban a los teólogos del escolasticismo decadente, por su método muchas veces falso, como el silogismo que trajo a Lutero de cabeza para su concepto de justicia y justificación, cuando citaban a Aristóteles con:
Llegamos a ser justos realizando acciones justas” Lutero demostraría que no hay acciones justas delante de Dios. Lutero dirá que la justicia de Dios precede a las obras de modo que las obras son el resultado de la justicia. En la doctrina de los dos reinos de Lutero,
regnum mundi y regnun Chisti ,el reino de Cristo está fuera del alcance de la razón. “Siguiendo a Ockham, Lutero rechaza los universales, aceptando únicamente la realidad de las experiencias particulares e individuales. Al negar la realidad de los universales, Lutero limitaba por el hecho mismo, el alcance de la razón a la experiencia de los fenómenos de este mundo es decir, al
regnum mundi. La razón, afirmaba, se ciñe exclusivamente al reino del mundo; dentro de este campo de acontecimientos terrenos la razón es autónoma y redunda en la adquisición de conocimientos demostrables. Esto es lo que Lutero llama razón natural (ratio naturalis) cuya legitimidad quedaba para él fuera de toda duda” (Ropero Berzosa, 1999, pág. 311).
Acusan a Lutero y a la Reforma de subjetivismo como formulación teológico-espiritual. La acusación del campo católico-romano es acertada pero sus fundamentos en vez de ser censurados deberían ser su mejor recomendación. “Con Lutero, el espíritu de la verdad se manifiesta al fin en la voluntad subjetiva. La verdad es la subjetividad. La vida cristiana consiste en que la cúspide de la subjetividad se halle familiarizada con la reconciliación operada por Cristo en el Calvario y aplicada por el Espíritu Santo al corazón; en que se apele al individuo mismo y se le considere digno de llegar a esa experiencia de reconciliación que es unión con Dios en el perdón y el amor de vida; digno de que more en él el Espíritu divino, no como una gracia para privilegiados, la Iglesia en su sentido restringido- jerarquía- sino para todo el pueblo de Dios” (Ropero Berzosa, 1999, pág. 317)
Está pues claro que para poder explicar la reconciliación con Dios tenemos que acudir a la subjetividad, porque, siguiendo el argumento agustiniano, Dios habita en el interior y no en lo exterior del dogma, los ritos, los sacramentos sino en lo más interior y esencial del ser humano. “La última palabra no la tiene el pecado, lo accidental, aquello que sobreviene al hombre, que lo domina, que no es él mismo, sino la justificación, el renacer a su realidad primera en comunión con Dios. Por eso el hombre, todo hombre, hasta el más miserable y alejado del espíritu, es asequible a lo divino, capaz de Dios, pues su naturaleza esencial no es el pecado sino la “imagen de Dios””. (Ropero Berzosa, 1999, pág. 318)
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