Bajo el titulo de estos versos de Salinas, en
Mortal y rosa, Umbral hace una obra íntima y extraña, que es quizás la más sorprendente de su larga y prolífica carrera. Se trata de una novela lírica, casi un poema en prosa, que forma un diario atípico, incluso un ensayo filosófico, que narra su desgarrador viaje introspectivo hacia el sentido de la existencia, tras enterrar a su hijo. En este estremecedor recuerdo, Umbral se libera de todo artificio, en un relato desnudo, que nos enfrenta a su verdadera persona.
VIVIR EN EL VACÍO
“¿De qué he posado yo en la vida? De quinqui, de dandy, de golfo, de revolucionario, de todo”, confiesa. “Y eso es lo que quieren que uno haga su papel”. Porque “estamos todos aquí tan perdidos, tan sin destino”, que “la humanidad necesita el ejemplo de los grandes, de los decididos, de los triunfadores, de los gloriosos, de los que parece que tienen destino, aunque tampoco lo tengan”. Es “por eso”, que “cuando vienen a verme o me llevan a que me vean, procuro dar sensación de seguridad”. Ya que “lo que más fascina a esa humanidad indecisa es la decisión, aunque sea fingida”. Porque “mueve más una mentira firme que una verdad pensativa”.
Ante la muerte, el escritor cree que “lo que nos aterra de la calavera es descubrir que es también una máscara, la máscara que se pone la nada”. Así que si la vida “no cuesta nada” es “porque no sirve para nada”. Para él, “la única verdad posible” ha sido la vida y la muerte de su hijo. Y ante ella ha optado “por el autoengaño” de ser “inauténtico para siempre”. Por eso nos dice: “No creáis nada de lo que diga, nada de lo que escriba: soy un farsante”. Para Umbral, “la vida es mala porque está hecha sobre una farsa fundamental, que es el presupuesto para seguir viviendo”. ¿Significa eso que hay un vacío en su vida? No, porque “vivimos en el vacío”.
LA SOLEDAD DE LA MUERTE
¿Y Dios? Bueno, “a veces necesitaría a Dios”, dice Umbral, “para culparle de lo que me pasa, del dolor de mi hijo”. Pero eso sería “otra forma de fe”. Ya que para él, “los dioses viven en gran medida de la indignación de los hombres”. El autor cree que “el dolor humano parece una negación de Dios, pero en realidad es su más firme sustento”. Puesto que “sin el dolor, Dios no sería tan necesario como consuelo, y sobre todo como indignación”. Así que “la indignación superada, asumida, sublimada, es ya la fe”. Pero Umbral dice: “Yo, de momento, no he necesitado a Dios para desesperarme”. Ya que “he llegado a esa edad”, escribe, “en que todo está tan claro que ya no cabe seguir engañándose”. Puesto que “todos sabemos dónde está el bien y cómo tendría que ser el mundo para resultar menos indigno y menos injusto”. No tenemos excusa, “ya no hay de por medio ideologías confusas ni teologías complicantes, como en el pasado”. Así que “si esto no se arregla es porque al hombre no le da la gana”.
Su sinceridad te lleva a las lágrimas al leer las últimas páginas, que dirige a su hijo: “Eras, eres, la única verdad que encuentro en mí, sólo me queda tu recuerdo, para no serme totalmente despreciable a mí mismo”. Ahora, “el universo no tiene otro argumento que la crueldad, ni otra lógica que la estupidez”. Pero “lo más desolador es que ni en la muerte nos encontraremos”, porque “cada cual se queda en su muerte para siempre”.
Y es que solo hay un reencuentro posible. Es cuando salimos de nosotros mismos para encontrar nuestra vida en Cristo. Entonces
el morir es ganancia (Fil. 1:21). Libres de toda máscara, estaremos ante Aquel que ya no nos ve tal y como somos, sino en el amor del Padre por su único Hijo, que se entregó una vez por nosotros, sufriendo el abandono de una muerte terrible, en la que clamó:
Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado? (Mt. 27:46). Lejos del amor del Padre, padeció su ausencia, para que aquellos que vivimos por Él, nunca volvamos a estar solos.
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