Megalópolis, la nueva obra de Francis Ford Coppola. Un proyecto soñado. Ambicioso. Una ciudad imaginada, que recuerda a Roma en su esplendor, pero también en su caída. Un fresco futurista que, sin embargo, vuelve la vista hacia el pasado. Muy atrás. A un texto que muchos habrán olvidado, pero que en el corazón del cineasta sigue latiendo. La conjuración de Catilina.

Es curioso cómo el cine dialoga con el tiempo. Megalópolis es una película sobre el futuro, sí, pero hunde sus raíces en una obra escrita hace más de dos mil años. Salustio nos cuenta la historia de un hombre, Lucio Sergio Catilina, que quiso subvertir el orden de la República Romana. Un hombre llevado por la ambición. Por el deseo de poder. Una Roma que, como tantas veces, parece cercana y lejana a la vez.

Salustio escribía en un momento de crisis. La república ya no era lo que había sido. Roma, como en Megalópolis, ya no era esa ciudad brillante de mármoles y estatuas. Se había llenado de sombras. De corrupción. Las virtudes antiguas estaban muriendo. Los hombres, según Salustio, ya no eran capaces de sacrificarse por el bien común. Cada uno buscaba lo suyo. Y Catilina vio ahí su oportunidad. Reunió a los descontentos. A los marginados. A los que no tenían nada que perder. Era una conspiración para hacer caer Roma desde dentro.

Francis Ford Coppola ha sabido captar ese ambiente. En Megalópolis, la ciudad del futuro refleja, en el fondo, una lucha muy antigua. Una batalla por el alma de una nación que ha perdido su rumbo. Lo que hizo Salustio en su tiempo, Coppola lo trae al nuestro. Porque en el fondo, Roma siempre está desmoronándose. Hoy también.

Catilina no es solo un hombre. Es una idea. Es la representación del egoísmo que todo lo devora. La ambición sin frenos. Salustio lo describe con amargura. Lo ve como un hombre valiente, pero desviado. Un hombre que podía haber hecho grandes cosas, pero que eligió el camino más fácil. En lugar de construir, decidió destruir.

En la obra de Salustio, Catilina es una advertencia. Roma se tambaleaba porque había dejado de ser virtuosa. Había olvidado aquello que la hacía grande. En la película de Coppola, Megalópolis también se tambalea. Los personajes que habitan la ciudad futurista, como los de la Roma de Salustio, están atrapados entre el deseo de cambiar las cosas y el miedo a perder lo poco que les queda. Catilina vive en cada uno de ellos.

Y aquí es donde el espectador de Megalópolis tiene que volver la vista a la historia. A esa Roma antigua que, de alguna manera, sigue siendo relevante hoy. Porque lo que nos cuenta Salustio en La conjuración de Catilina no es solo una historia política. Es una historia humana. La ambición, el poder, la corrupción... Son temas que siguen vigentes. La Roma de Salustio no es tan diferente de la nuestra.

En el fondo, el mensaje es el mismo. Sin virtud, cualquier sociedad está condenada a caer. Lo que Salustio intentaba recordar a sus contemporáneos, Coppola nos lo recuerda a nosotros. Si nos olvidamos de lo que nos sostiene, si abandonamos los principios que nos dan estabilidad, acabaremos como Roma. O como Megalópolis.

Un Evangelio que no ha llegado todavía, pero sí una palabra eterna

Cuando Salustio escribió esta obra, el Evangelio aún no había sido proclamado. Pero la Palabra de Dios, la que conocemos como el Antiguo Testamento, ya estaba presente. Roma, en su esplendor, era ciega a esa verdad. Y quizá ahí esté una de las claves para entender por qué cayó. No por la falta de leyes o ejércitos, sino por la ausencia de una brújula moral, una dirección hacia lo alto.

La película de Coppola, aunque ambientada en un futuro lejano, también cuenta con esta verdad. La ciudad del mañana, por muy avanzada que sea, no puede sostenerse sin esa luz que da sentido a todo. Sin una visión más allá del poder o la riqueza. Los cimientos se agrietan cuando lo eterno queda fuera de la ecuación. Y en ese sentido, La conjuración de Catilina es un testimonio del viejo mundo que aún no había conocido la redención de Cristo.

Coppola es un nostálgico. Sus películas siempre nos llevan a ese rincón perdido del alma, donde se lamenta por lo que pudo haber sido. En Megalópolis, esa nostalgia por la grandeza perdida está presente en cada plano. En cada diálogo. Y eso lo conecta, de manera inevitable, con la obra de Salustio. Porque La conjuración de Catilina también es una elegía. Una despedida a una Roma que ya no volverá. Un lamento por una república que se había desvanecido en las manos de hombres como Catilina, que creían que podían moldear el mundo a su antojo.

Para entender Megalópolis, hay que conocer Roma. No la de los turistas, la de los monumentos, sino la Roma de Salustio. La Roma que estaba en crisis. Que temía por su futuro. Y que, como nosotros hoy, buscaba una salida en medio de la oscuridad. La obra de Coppola no es solo una película de ciencia ficción. Es una reflexión sobre el poder, sobre la caída de las civilizaciones, y sobre cómo el pasado sigue influyendo en el futuro.

Salustio nos dejó un aviso en su Conjuración de Catilina: sin virtud, sin moral, sin Dios, cualquier sociedad está condenada. Roma lo aprendió demasiado tarde. Quizá nosotros, si prestamos atención, aún estemos a tiempo.