Es difícil de entender la verdadera dimensión de esta renuncia, pero se nos advierte que, al hacerlo, acabará esta búsqueda insaciable de poder y de reconocimiento.
Como vosotros sabéis, los que se consideran jefes de las naciones oprimen a los súbditos, y los altos oficiales abusan de su autoridad.
Marcos 10:42
El poder corrompe. La historia de Europa de los últimos cinco siglos habla precisamente de ello. Pero también habla de otra realidad que está debajo de ella y nos cuesta admitir: el poder siempre tiende a volverse opresivo y los altos oficiales siempre tienden a abusar de su autoridad, porque el que ha sido oprimido busca su liberación en tratar de oprimir a otro, y aquel que ha sufrido abuso de autoridad se satisface en imponer su autoridad de mala manera a los demás. Los más maltratados suelen ser los peores maltratadores, y no hay quien nos libre de este círculo de muerte… salvo Jesús.
El poder es un motor del pecado. En fin, el pecado lo arrasa todo, impregna hasta el último rincón de lo que alguna vez fue dichoso; pero el poder, la posibilidad de tenerlo y ejercerlo, potencia muchísimo esta capacidad que tenemos los humanos de mancillarlo todo. La búsqueda de poder, de hecho, se puede entender como uno de los hilos conductores de la historia de la humanidad. Por eso no es extraña la petición de los discípulos en este pasaje. Entienden la autoridad y el poder de Jesús y lo primero que se les ocurre es tantear a ver si ellos pueden arañar una parte.
Pero Jesús deja claro que esta búsqueda de poder es una de las señales inequívocas de la caída. Es de lo que más se anhela cuando se está lejos de Dios, y al estar cerca de él, al volver a casa restaurados y vivir en esa nueva vida, debemos abandonar esa ansia de poder; además, es una actividad constante. Se dice que en teoría debe haber líderes servidores, humildes… pero la verdad es que no hay manera de encontrar a uno solo que no ansíe ese poder debajo de todas las capas. Y nosotros mismos, en todas nuestras interacciones, nuevas o viejas, deberíamos tomarnos periódicamente un tiempo para cerciorarnos de que no estamos demandando a nuestros semejantes este poder y esta autoridad que anhelamos incluso sin querer. Nadie quiere ser un don nadie. Nadie quiere, en el fondo, pasar desapercibido. La única manera que conocemos de conseguirlo es a través de este poder y esa autoridad. Jesús, sin embargo, dice que en el (viejo) nuevo orden de Dios la autoridad se consigue sirviendo, amando y sacrificándose. Esto va mucho más allá de lo que se pueda predicar acerca del liderazgo responsable, o de la integridad que se les pretenda pedir a los políticos al cargo.
Significa, como les dijo a los discípulos, someterse completamente al señorío de Cristo: de todo, en todo, en todas nuestras relaciones e interacciones. Renunciar verdaderamente a uno mismo. Es difícil de entender la verdadera dimensión de esta renuncia, pero se nos advierte que, al hacerlo, acabará esta búsqueda insaciable de poder y de reconocimiento.
Quizá, si se predicase esto más entre ciertos círculos, se entendería mejor que la masculinidad tóxica de la fuerza, la violencia y el poder nunca puede colar como bíblica ni cristiana. El verdadero poder en el reino de Dios es renunciar a esa búsqueda de poder. La verdadera autoridad no es que te dejen ese espacio del púlpito de forma exclusiva, ni que te den ese cargo que te llena de honores, sino irte al último rincón a hacer la tarea menos vistosa y agradable. Las palabras de Jesús, que no defraudan, son una bonita bomba en medio de nuestras conciencias.
Estamos tan inundados de la retórica del poder que ni nos damos cuenta de ello. Es un ejercicio de reflexión analizar, en la medida de lo posible, hasta qué punto aceptamos la opresión y el abuso de los gobernantes y autoridades; hasta qué punto nos sometemos a los dictados caprichosos, irracionales y antihumanos del sistema, el mercado, las leyes hechas a medida de unos pocos privilegiados, y todos los etcéteras. La sociedad funciona, más o menos, pero no es perfecta. Respetar la vida en común no quiere decir no pensarla, no criticarla, ni cuestionarla y no actuar buscando algo que se parezca un poco más a la alegría y la perfección que vienen con el evangelio.
Esto no es más que una nota. El proceso es complicado. Pero solo desde la convicción de que realmente todo el poder y toda la autoridad solo le pertenecen a Dios y que, en el mejor de los casos, él nos lo presta momentáneamente para algunas cosas, solo desde ahí, podremos experimentar la verdadera libertad que se nos ofrece: libertad de conciencia frente a quienes nos abusan; libertad del pecado de tratar de buscar a toda costa esta autoridad y este poder.
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